Si algo se le puede criticar a Palazuelo es, sin duda, un exceso de frialdad. Algunos seguro que la justifican situando en el mismo nivel esa falta de espontaneidad con una búsqueda consciente de la espiritualidad en las formas y en la tensión a la que están sometidas dentro de su corsé. Pero habrían de esforzarse en no fruncir el ceño mientras dicen eso; engolando la voz (de seguro) y evitando destaparse con un involuntario gesto de duda. La única manera de imaginar tanta espiritualidad entre kilómetros de cinta de carrocero con los bordes sucios sería comparando ese trabajo minucioso con el trabajo de los monjes tibetanos en sus mandalas de arena, pero algo me dice que Palazuelo se quedaba voluntariamente lejos de la austeridad extrema de estos monjes areneros.
Hay, sin embargo, un interesante trabajo sobre la construcción en la obra de este hombre. Una construcción meticulosa y llena de referencias a los sistemas constructivos tanto naturales como humanos y poco queda fuera de ese escrutinio minucioso y reflexivo sobre los procesos de generación de formas y espacios. A veces parece enfrentarse con un complejo onírico, y otras, sin embargo, parece buscar conscientemente una estetización que, a mi entender, queda fuera del campo energético propio del arte de la segunda mitad del siglo XX en España, más preocupado la mayoría de las veces por mostrar de manera más o menos tamizada, la mano del artista y el movimiento del cuerpo, en los estertores de la descomposición o en la alegría de vivir. Esta estetización de Palazuelo resulta, por tanto, relamida en la comparación, e incluso un poco mojigata, perfecta para colocar en un buen salón mientras se toma un buen vino, esquivando en esta domesticidad apolínea los terrores que nos acechan.