Hubo un tiempo en que la pintura era indisociable de la arquitectura, o dicho de otro modo, una construcción arquitectónica no estaba completa hasta que la pintura revestía buena parte de sus superficies. Era una relación simbiótica, en la que la pintura hallaba su soporte en el espacio resguardado que generaba la arquitectura, y ésta, encontraba en paramentos policromados y en esculturas el argumento y la comunión con el público (no había público en esos tiempos, más bien, usuarios). Ese tándem, que empezó en los primeros templos egipcios y griegos, y puede que antes, (algunos afirman que en las cuevas prehistóricas) fue diluyéndose conforme la arquitectura fue tomando conciencia de la suficiencia del propio lenguaje arquitectónico, capaz de expresarse exclusivamente a través de las formas, los materiales y los sistemas de construcción, sin necesidad de una literatura gráfica que le diera sentido. La pintura, a su vez, se independizó, sin sentir añoranza por los tiempos de convivencia, y comenzó un camino en solitario que terminaría en la orfandad (o libertad máxima) de temas, estilos y en sucesivas crisis de identidad que la harían mirar hacia detrás y hacia adelante con la misma legitimidad, según fueran momentos evolutivos o de involución cultural.
Ahora bien, muchos artistas parecen no haber perdido de vista los orígenes gemelos de la pintura y la arquitectura y, desde que la pintura es libre para seguir sus propios impulsos, parece guardar un amor ambivalente hacia la otra disciplina con la que compartieron infancia.
Desde Giorgio di Chirico, con sus perturbadoras arquitecturas quiméricas y atemporales, hasta artistas más actuales, como Anselm Kiefer o Miquel Barceló, ambos preocupados por el deterioro de la materia y la memoria, representan grandes espacios arquitectónicos con un tratamiento espacial que revela una apropiación brutal, atendiendo a lo espacial en lugar de a lo material. Difícil es encontrar en estos ejemplos alarde de conocimiento por una disciplina a la que hasta hace poco estuvieron emparentadas como gemelos homocigotas y en su lugar, su utilización es como escenario donde plantear su discurso. Pintura en malas condiciones sobre soportes degradables, desmaterialización o sobrematerialización de la estructura en direcciones que poco tienen que ver su función estructural.
La arquitectura y los espacios que genera, como cualquier otro objeto de representación desde el romanticismo, deriva entre la legibilidad de lo representado y la impronta del autor, que en un momento, largo ya, de deslegitimación de verdades absolutas, prescinde incluso de las respuestas a las leyes físicas de las que la arquitectura hace su objeto de trabajo. A mí no me molesta personalmente, es más, encuentro estas visiones muy valientes y potentes y, salvo algunas excepciones, no existe reciprocidad en esta visión cruzada entre disciplinas. La visión del arte, de la pintura, de los arquitectos es tangencial y únicamente se manifiesta, a veces de manera magistral, durante la fase de proyecto y presentación, sin rastro en la obra una vez construida. El próximo post sobre esto.